Mucho antes de la llegada de los españoles, los pueblos mapuche ya grababan su historia, su espiritualidad y su relación con la naturaleza sobre la roca. En abrigos, cerros y orillas de ríos del sur de Chile y Argentina, dejaron miles de figuras que aún hoy nos hablan en silencio.
Este arte rupestre, con más de 2.000 años de antigüedad, combina grabados y pinturas en tonos rojizos, ocres y negros, elaborados con pigmentos minerales y vegetales. Representa figuras humanas, espirales, círculos concéntricos, animales, huellas y signos geométricos vinculados a los espíritus protectores, el sol y la luna, y al equilibrio entre el mundo visible y el espiritual (Nag Mapu y Wenu Mapu).
Los arqueólogos interpretan muchos de estos motivos como mapas simbólicos del territorio sagrado o registros de ceremonias chamánicas realizadas por los machi, mediadores entre los hombres y las fuerzas de la naturaleza. Algunos sitios, como los de Alto Biobío, Pucón, Villarrica, Neuquén o Nahuelbuta, muestran conjuntos de petroglifos orientados hacia el amanecer o el solsticio de invierno, lo que sugiere un vínculo con el calendario agrícola y ritual mapuche.
Las piedras fueron, para el pueblo mapuche, un medio de comunicación con los antepasados. Cada grabado, cada línea, marcaba un compromiso con la tierra (Ñuke Mapu) y con el ciclo de la vida.
Hoy, estos antiguos paneles son parte del patrimonio sagrado del Wallmapu. Muchos se siguen utilizando en ceremonias tradicionales, recordándonos que el arte rupestre no fue una expresión muerta, sino una forma viva de espiritualidad y resistencia cultural.
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